miércoles, 3 de julio de 2013

Caso Gutiérrez Rebollo: el acoso brutal



Gloria Leticia Díaz

La abogada del general José de Jesús Gutiérrez Rebollo, Lilia Esther Priego, fue secuestrada por presuntos militares el miércoles 19, horas antes de una entrevista pactada con este semanario. Estuvo en cautiverio siete días durante los cuales fue ultrajada por sus captores, quienes le insistían en que se callara, que dejara de defender al militar con el que estuvo casada y procreó tres hijos. “Sentí la muerte”, dice a Proceso. Dolida aun por los agravios, no ceja en su empeño por lograr que el general purgue el resto de su condena en su casa, pero todo indica que su lucha molesta a los altos círculos militares.

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Con los ojos cubiertos y las manos atadas al frente, Lilia Esther Priego fue obligada a permanecer hincada con la frente apoyada en una silla. En esa posición escuchó los sonidos de una cámara fotográfica.
Abogada del general José de Jesús Gutiérrez Rebollo, de quien fue esposa, Lilia Esther se supo vulnerable. En sus 52 años –14 de ellos huyendo– fue la primera vez que, dice, sintió la muerte cerca. Huyó de México en marzo de 1997, tras ser involucrada en el Maxiproceso bajo los mismos cargos imputados a Gutiérrez Rebollo: Brindar protección al narcotraficante Amado Carrillo Fuentes.
Las acusaciones provenían del tribunal civil y de instancias castrenses, aunque ella no era militar. En 2011 regresó al país después de que en octubre de 2008 un juzgado de Distrito la exculpó de toda responsabilidad por falta de elementos.
El pasado miércoles 19 de junio fue privada de su libertad en un cajero automático de Banamex en Insurgentes y la calle Margarita, a una cuadra del Eje 5 Sur, en la colonia Del Valle. La abogada había concertado una entrevista con Proceso para ese día. El encuentro tuvo que posponerse una semana. Según el general Gutiérrez Rebollo, cuenta ella misma, detrás de ese arresto está la mano del Ejército.
La abogada, de 1.80 de estatura, fue abordada por dos hombres más altos que ella. Uno tenía el corte de cabello tipo militar, aunque iba vestido de civil; el otro llevaba un pantalón de mezclilla y una sudadera en la que al parecer ocultaba un arma de fuego.
Sus captores cubrieron los ojos de la abogada con una franela, le taparon la cara con una capucha, ataron sus manos con una cinta plástica corrediza, similar a las que utiliza el Ejército en los aseguramientos, y la subieron a un automóvil Camaro. Dentro del vehículo fue golpeada en brazos y espalda. Siete días después, durante la entrevista, su cuerpo aún muestra las huellas del maltrato.
“Todo el tiempo me dijeron: ‘Te crees muy chingona, ¿verdad?; te crees muy verga. Ya deja de andar de pinche chismosa. Aquí ya valiste madre, ahora sí te chingaste. Dile a ese cabrón pelón que te diga la verdad, por qué pasaron las cosas. Estás caminando por arenas movedizas y no te das cuenta’.
“Ellos sabían de mi vida. Me decían: ‘¿A qué regresaste? Ese hijo de la chingada mejor que se muera’. Me pidieron incluso no decir nada ‘al patrón’”. Lilia Esther sospecha que se referían al titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, el general Salvador Cienfuegos Zepeda.
Admite que ha buscado a Cienfuegos Zepeda, como lo hizo en su momento con su antecesor, Guillermo Galván Galván, para pedir atención médica adecuada para el general Gutiérrez Rebollo. Mientras era vejada en el auto se preguntaba qué buscaban esos hombres de ella: “Han destrozado la vida del general, se está muriendo, mi familia está desintegrada; no tengo dinero, la PGR tiene mis bienes asegurados a pesar de que un juzgado federal dice que soy inocente. ¿Qué quieren de mí? Yo no sé nada”.
Después de varias horas de pasearla en el Camaro, sus captores la entregaron a otros hombres, quienes la llevaron a un espacio cerrado, al parecer una bodega con techo de lámina. Se dio cuenta de ello porque esa noche llovió: “Por debajo del vendaje pude ver a uno de ellos cuando se calzaba zapatos negros de charol, como los que usan los militares de rango”.
Esos hombres la vejaron aún más: la obligaron a permanecer de rodillas al menos 48 horas y le tomaron fotografías; también le golpearon los oídos y otras partes del cuerpo con una manopla cubierta con tela y le impidieron ir al baño. “A lo lejos –relata–, sólo escuchaba los ladridos de los perros, y en la mañana al canto de gallos y guajolotes. Nunca escuché la llegada del auto en el que me sacaron de ahí”.
El viernes 21 le quitaron la cinta corrediza de las manos y las ataron con cinta industrial. Sus ojos continuaron cubiertos, incluso cuando la subieron al vehículo y, tras pasearla, la dejaron sentada en una banqueta. Supo que estaba en Puebla.
Entre sollozos narra a la reportera que abordó un taxi a la terminal de autobuses y se vino al Distrito Federal, al tiempo que muestra el boleto de autobús que abordó a las 17:07 horas.
Fragmento del reportaje que se publica en la edición 1913 de la revista actualmente en circulación.

Fuente Proceso

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