lunes, 31 de diciembre de 2012

Narcoguerra: los rostros de víctimas y victimarios








Marcela Turati

Con base en el estudio “Indicadores de víctimas visibles e invisibles de homicidio”, publicado en noviembre por el Centro de Análisis de Políticas Públicas México Evalúa, y con datos oficiales y periodísticos, Proceso ofrece el perfil de la mayoría de los asesinados en el sexenio de Felipe Calderón y de su victimario (“reflejos del mismo espejo”). Es un joven pobre, sin educación, padre y esposo… En ese rostro está todo lo que México perdió de su futuro y de su tranquilidad. Y como fondo y marco de ese retrato, las ciudades devastadas, las sombras y los trozos de quienes fueron excluidos de la escuela, del empleo, y finalmente de la vida.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En seis años el territorio nacional se pobló de tumbas prematuras.

Los muertos de la guerra desatada durante la administración de Felipe Calderón tienen rostro de entre 24 y 35 años, de sexo masculino, habitante de la frontera norteña. Estaba casado, si no es que vivía en unión libre. Era padre. No tuvo más que la educación básica. Siempre fue pobre. Murió de forma violenta.
Si tuviera que describirse en uno solo, este sería el perfil que compartirían la mayoría de los asesinados del sexenio. Un retrato idéntico al de su homicida, que sólo varía en la edad: era cinco años más joven. Víctima y victimario son reflejos del mismo espejo.
El asesinato es la segunda causa de muerte entre los jóvenes mexicanos. En las actas de defunción de los registros civiles los accidentes automovilísticos fueron desplazados por los homicidios o, mejor dicho, los juvenicidios, que en algunas zonas alcanzaron proporciones epidémicas.
Ese contagio obligó a miles de padres y madres a enterrar a sus hijos jóvenes, a contracorriente de la ley de la vida. Dejó con el corazón roto y pocos pesos en la bolsa a miles de niñas-madres-viudas, y con el futuro desdibujado a sus hijos.
En el sexenio que concluye fueron abiertas 62 mil fosas nuevas que no estaban contempladas en los trazos de los panteones (según estimación del analista Diego Valle-Jones). Esas son las tumbas conocidas, con el nombre del finado escrito en una cruz. Hay por lo menos otras 25 mil personas de las que no se sabe si están vivas pero retenidas a la fuerza, o si descansan en fosas clandestinas o fueron convertidas en ceniza.
En ese lapso murieron asesinadas 101 mil personas. Casi un Estadio Azteca con cupo lleno. El mismo número de los muertos en las guerras de Los Balcanes o de Irak. Poco más de la mitad alcanzados por balazos, aunque la mayoría no eran soldados.
Son 101 mil actas de defunción o expedientes abiertos en alguna procuraduría, aunque un solo expediente puede contener hasta 72 muertos, como el que fue abierto para los migrantes asesinados en San Fernando. Según la PGR, 53 mil de ellos ultimados con bala.
A pesar de los reiterados esfuerzos, México no alcanzó el título de país más mortífero del planeta pero sí destacó como el país puntero en el incremento de sus homicidios. El aumento del 30% le dio el récord.
Con datos del Inegi, de las procuradurías de justicia estatales y del Sistema Nacional de Seguridad Pública, y apoyado de un grupo de expertos, el Centro de Análisis de Políticas Públicas México Evalúa hizo posible este primer perfilamiento de los muertos del sexenio. Los asesinados. Al menos la mitad, víctimas del crimen organizado. O ejecutados –palabra derivada de “ejecutar”, verbo que ingresó a nuestro diccionario a la par de “sicarear”.
Aunque este reportaje se basa en el estudio de noviembre de 2012 del mencionado centro de análisis, titulado “Indicadores de víctimas visibles e invisibles de homicidio”, este semanario ubicó informes oficiales y periodísticos para ayudar en la caracterización de quiénes, cómo y dónde murieron.
La foto obtenida no es fija. Conforme el país se fue militarizando y los cárteles se fragmentaban, el perfil de asesinos y asesinados varió y se volvieron más crueles las formas de arrancar almas de sus cuerpos. Cuerpos muchas veces descoyuntados.
Los datos fríos dan nuevo sentido a los testimonios recogidos a lo largo de estos años en voz de  organizaciones sociales, expertos locales y familias víctimas. Esos cambios demográficos ya los notaban empleados de morgues y panteoneros de municipios como Badiraguato, Sinaloa, donde las muertes de jóvenes desplazaron a las de ancianos.
Y los gritaban muchas madres frente a los cuerpos sangrantes de sus hijos baleados, tirados como bolsas de basura en el pavimento de cualquier calle de Ciudad Juárez, que a partir de 2008 se convirtió en maquiladora nacional de muertos. Esa frontera escupió uno de cada 10 asesinados del país.
De esa magnitud era la queja del médico encargado de guardias de la Clínica 35 del Seguro Social, una de las tres destinadas a baleados, quien lamentaba:
A cada rato hace falta sangre porque el banco de sangre tiene un stock limitado (….) Los que llegan no son derechohabientes casi nunca, no pagan porque no hay manera de cobrarles: o no vienen con familia o están en condiciones muy precarias (…) La mayor parte de los que están matando son jóvenes, pobres, tatuados en condiciones de indigencia muy marcadas. Pocos son a los que matan en camionetas.
La vocación industrial de producir muertos en serie pronto fue copiada por ciudades como Chihuahua, Tampico, Torreón, Culiacán, Cuernavaca, Monterrey, Acapulco y Apatzingán, entre otras, contagiadas por las “epidemias de violencia”, como definió el experto Eduardo Guerrero el fenómeno del crecimiento abrupto de la violencia sostenida durante semanas o años.
El tifón de la violencia dejó a su paso sociedades malheridas. Al menos 344 mil personas son consideradas “víctimas invisibles”, esos sobrevivientes (padres, esposas, hijos) que dependían del asesinado, que lloran su partida, que algunas veces se describen a sí mismos como muertos en vida.
La proporción sugerida por Arturo Arango Durán y su hijo Juan Pablo Arango, expertos en estadística criminal, es de 1.4 huérfanos por cada muerto. Son niños a los que les arrebataron el horizonte: tendrán problemas para continuar los estudios por falta de dinero y de concentración. Si eran pobres, si no reciben ayuda, caerán al sótano de la miseria.
Gaby, una viuda juarense de 21 años, que intentaba inscribir a sus dos hijos en el padrón de huérfanos de la Secretaría de Fomento Social del estado, explica lo que es entrar a esa estadística:
Lo que Gil tenía guardado eran mil 500 pesos, eso es lo único que conseguí para enterrarlo (…) Cuando lo vi en el ataúd yo enloquecí (…) Duramos tres o cuatro años juntos, éramos muy unidos, íbamos a la iglesia pero cuando empezó a trabajar en el car wash empezó a agarrar dinero, a volarse, quería parecerse a sus amigos, tener ropa nueva, carro, estéreo, se apantalló pensando en ropa chida porque no teníamos. Pero andaba mal, en el velorio me enteré que vendía drogas y que lo mataron porque se pasó sin pagar a otra zona. Ahora limpio casas los fines de semana y mi familia me ayuda con mandado o pañales para mis niños.
En esa misma oficina la licenciada Verónica Nuño Gutiérrez, receptora de los documentos, describió el perfil de las viudas:
Muchas veces estaban en unión libre, no tenían primaria, lo máximo secundaria. Todas, jóvenes nacidas entre el 75 y el 90, con promedio de dos a tres hijos, que muchas veces no están registrados por el padre, la víctima. En general no tienen trabajo, las ayuda la mamá o los suegros o nadie. Unas no saben ni leer, nos toca decirles dónde firmar (…) A veces las vemos tan amoladitas que hasta ropa traemos de casa para darles.
Familias y cuerpos mutilados
Las tasas de homicidios se duplicaron en todos los estados que comparten frontera con Estados Unidos (Chihuahua, Sonora, Baja California, Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila) y prendieron como pólvora en Aguascalientes, Colima, Durango, Guanajuato, Guerrero, Morelos, Nayarit, Sinaloa, Tabasco y Zacatecas.
La comezón asesina se ensañó con algunas ciudades: Tijuana, por ejemplo, acaparó el 82% de los asesinatos ocurridos en Baja California; Torreón, el 80% del total de Coahuila; Juárez, el 63% de todo Chihuahua, y Culiacán el 43% de Sinaloa.
En algunas ciudades y municipios la mayoría de los crímenes tuvieron la indudable marca de la disputa entre cárteles. Fueron Culiacán y Ahome, Sinaloa; Torreón, Coahuila; Tampico, Ciudad Madero y Reynosa, Tamaulipas; Juárez y Chihuahua, Chihuahua; Apatzingán y Morelia, Michoacán; y Tijuana, Baja California.
Hace falta establecer cuántos asesinatos corresponden al Ejército, la Marina, las policías estatales, municipales y federal, o funcionarios de gobierno.
El nuevoleonés Otilio Cantú, padre-huérfano de un hijo ajedrecista, elevó su lamento:
Un uniforme y un arma no les da derecho a matar con más de 15 impactos de gran calibre que hicieron impacto en la carne de mi hijo. No sólo era un joven inocente, destrozaron a toda una familia mexicana que cree en México y que quiere seguir creyendo en las instituciones.
Los noticieros generalmente se ocuparon de la violencia ocurrida en las ciudades, pero ignoraron el infierno que vivieron municipios pequeños de Chihuahua, Sonora, Tamaulipas y Nuevo León, más expuestos a los asesinatos que, por ejemplo, los pobladores de Ciudad Juárez.
Según un estudio de Geo-México, de 2007 a 2010 las tasas de mortalidad se dispararon a niveles desquiciantes en Guadalupe, Práxedis G. Guerrero, Matamoros, Ascención, Gran Morelos, Cusihuiriachi, Riva Palacio, Ahumada y Satevó, Chihuahua; Ciudad Mier, Guerrero y Miguel Alemán, Tamaulipas; General Treviño, Doctor Coss y General Bravo, Nuevo León; Sáric, Arizpe, Tubutama y Yécora, Sonora. En esos lugares, si aún están habitados, urgen psicólogos.
Las estadísticas no reflejan lo ocurrido estos dos últimos años en poblados como Nava o Allende, Coahuila.
Hubo un día que estuvo feo, horrible, yo solita con mi niña, nos metimos al baño, tiradas al piso, yo la abrazaba para que no tuviera miedo, la calmaba, le rezábamos a Diosito para que por culpa de esos maleantes no fuéramos a perder la vida, le aseguraba que esos hombres no se iban a meter dentro de la casa, pero yo creía que estaban adentro. Era horrible, en el patio estuvieron corriendo, tirándose balazos. Y todavía después de ese día nos quedamos, no teníamos dinero ni a dónde ir, hasta que empezaron a decir que se iba a poner más feo, que iban a empezar a entrar a las casas a matar, ¿ya a qué te esperas?, narró una mujer embarazada desde el albergue de Ciudad Alemán, donde los pobladores de Ciudad Mier fueron albergados. Ese fue el primer desplazamiento masivo por la violencia.
Un maestro anónimo de la escuela preparatoria del municipio rural de Guadalupe narró:
Aquí no ensayamos simulacros de balaceras, no queremos generar psicosis, lo que queremos hacer es hablar con ellos, platicarles de otras cosas, que se distraigan porque ya vienen con mucha carga, tensión. El otro día los alumnos presentaron una obra de teatro que trata de una quinceañera que en su cumpleaños recibe de regalo la cabeza de su papá. ¿Y qué podemos decirles? Si está apegado con la realidad.
En ese municipio con 6 mil 458 habitantes registró 139 asesinatos en cuatro años; esto equivale a 2 mil 152 homicidios por cada 100 mil habitantes. El promedio nacional es de 31 por cada 100 mil.
Si en algo se distinguió México fue por la creatividad de los grupos rivales por explorar métodos de muerte. La competencia fue para demostrar quién patentaba los más crueles.
Mario Alberto Aguirre Puente, un perito médico forense entrevistado en el Semefo de Chilpancingo, describió el impacto que sintió al revisar los cuerpos hallados en la mina de Taxco:
Estamos viendo que a los descuartizados los están matando en vida. Los amarran, tienen huellas de tortura, los van desarticulando, cortando con un cuchillo de carnicero. Son lesiones ante-mortem. Traen fases de angustia. Vienen con la bola de ropa hecha bola en la boca, pero la expresión en los cuerpos es de dolor, de angustia (…) Esto se sale de contexto: es algo patológico, terrorífico.
Por lo menos 24 mil cadáveres permanecen anónimos en cualquier panteón, en la sección de fosas comunes, esperando que los identifiquen. Sus familias, mientras tanto, penan por todo el país en su búsqueda.
Esto se desprende de la investigación del reportero de Milenio Víctor Hugo Michel, quien obtuvo los datos mediante la Ley de Transparencia. El número es conservador, si se toma en cuenta que los estados de Guerrero, Michoacán, Sinaloa y Tamaulipas no dieron informes.
Un número indefinido de personas fueron “disueltas” en al menos 15 “centros de procesamiento” construidos específicamente para la destrucción de cuerpos en Chihuahua, Hidalgo, Morelos, Distrito Federal, Durango, Guerrero, Coahuila, Guanajuato y Michoacán.
En Tijuana, por ejemplo, la organización Unidos por los Desaparecidos se ha dedicado a pedir exhumaciones en los terrenos donde operaba el disolvente de cuerpos apodado El Pozolero. El fundador de la organización y padre en busca de un hijo, Fernando Ocegueda, explicó: No podría decir de personas (encontradas), podría hablar de pedazos encontrados en donde él declaró que enterró a alrededor de 45 a 50 personas.
Cacería de jóvenes
Por cada nueve varones asesinados murió una mujer. En los estados más permeados por el narcotráfico la mayoría de las asesinadas fueron solteras o concubinas. Aunque se notó un importante incremento de asesinatos a mujeres de todas las edades, el grupo más afectado tenía entre 25 y 29 años. Al igual que los varones, sólo educación básica.
Según las estadísticas del Inegi, las tasas de muerte entre las mujeres se “anabolizaron” rápidamente entre 2006 y 2010. En Durango, por ejemplo, subió 7.6 veces; en Chihuahua 34.8 veces. Si en Sinaloa antes era asesinada una mujer de 20 a 24 años por cada 100 mil habitantes, la proporción aumentó a 16.
La ola homicida trituró 2 mil vidas de niños y niñas. Cada 25 horas cayó uno; falló un ángel de la guarda. Dos de cada tres de estos cuerpos infantiles fueron perforados por balas.
Guadalupe Cervantes López, mamá de Daniel Alejandro Galván, víctima de una bala perdida en Lerdo, Durango, relató:
Este 3 de julio iba a cumplir 13 años. Él quería aprender a tocar la batería, era su sueño. Me quitaron un pedacito de mi vida. ¿Quién? Quién sabe. ¿Por qué? Quién sabe (…) Era un niño bueno, querido, modelo, que ya no está conmigo, alguien le arrebató su vida de un trancazo de manera cruel, de un calibre que se expandió en su cabeza.
Con el duelo aún atorado, aseguraba que el alma de su pequeño permanecía intranquila: Mi niño acá anda en las noches, en este sillón, yo le digo: m’ijo, ¿ahí estás? Creo que no se ha dado cuenta porque todo fue tan rápido y violento.
En el que ha sido bautizado como “el sexenio de los muertos” la cacería tuvo como blanco principal a jóvenes en edad productiva, principalmente de 19 a 39 años, pero salpicó a infantes y a adultos. El festín de sangre logró el aborto de un segmento del bono demográfico. Quemó con pólvora parte de la fuerza productiva.
Las causas dejaron de entenderse. Como describió un agente del Ministerio Público Federal afuera de la morgue de Matamoros, donde eran recibidos los 189 cadáveres exhumados de las fosas de San Fernando, Tamaulipas: los asesinos actuaron preventivamente, para evitar que los pasajeros de autobuses fueran reclutados, una ciudad adelante, por un cártel rival.
Son al menos 150 cadáveres pero hay muchas narcofosas. Mataron a casi todos con un mazo en la cabeza. Ttenían brazos amarrados y camisetas en la cara. Mataron a todos los que ven como potenciales enemigos, porque van a Reynosa o Matamoros (donde pueden ser reclutados), sólo detienen al peladaje, que es la gente que no puede pagar para ir por otra vía más rápida.
Con las estadísticas cae el mito aquel de “más vale vivir un año como rey que 10 como buey”. Queda claro que la violencia se ensañó con los más pobres, con los excluidos, aquellos que no tuvieron un lugar asegurado en la preparatoria o en un trabajo formal, pero sí en los panteones. En algunos lugares tomó forma de “limpieza social”.
Muchas señoras cuentan que sus hijos y ellas se acostumbraron a vivir en peligro a cambio de nada. Lo única alternativa que les ofrecían a los jóvenes eran: o mueres luchando o víctima de otra pandilla. Aquí no hay nada de la frase de vivir como rey. Las viudas los entierran con lo que pueden vender: un refrigerador, una estufa vieja, carros chuecos sin placas. Esos fueron los que murieron por miles, como 8 mil de los 11 mil (asesinados en Juárez), estimó Gustavo de la Rosa, visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua.
La defensora Mercedes Murillo, directora del Frente Cívico Sinaloense, lamentó desde el inicio del sexenio ese sin-destino al que la juventud fue condenada:
Esta sociedad se está quedando con jóvenes enfermos de sus facultades mentales por la droga, consumidores capaces de todo, sicarios a sueldo, jóvenes que su aspiración es ser narco o jóvenes muertos de 35 para abajo.
Sin embargo, expertas en jóvenes como la antropóloga tapatía Rossana Reguillo o la socióloga chihuahuense Teresa Almada son tajantes al señalar que pobreza no es sinónimo de violencia, que las causas deben buscarse en otro lado.
Una de las explicaciones a la racha homicida es el alto nivel de impunidad. Y si la falta de castigo genera más violencia, los próximos años México se ahogará en su propia sangre. Porque quedó probado que la violencia se desborda y toca y destroza a quien se atraviesa. De pronto todos se convierten en ejecutables. Los victimarios siguen viviendo entre sus víctimas potenciales.
De los 24 mil 500 asesinatos cometidos en 2010, la estimación de México Evalúa es que se queden 21 mil sin resolver. La impunidad aumenta en Chihuahua, Sinaloa, Morelos y Durango, donde se resuelven menos de 2% de los crímenes. Las familias víctimas se frustran porque la justicia nunca llega.
Como manifestó el campesino veracruzano Jacinto Seba Tome, papá de uno de los 11 albañiles masacrados en La Marquesa en 2008:
Como no tenemos dinero para decirles que busquen a los asesinos, estamos como los perros que morimos en la calle: nadie nos va a levantar, nomás nos van a echar cal y gasolina.

Fuente Proceso

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