domingo, 8 de septiembre de 2013

Debate sobre una contrarreforma



Graciela Rodríguez Manzo

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Durante la semana pasada pudimos atestiguar un debate que continúa en el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y que resulta bastante comprometedor. No es exageración afirmar que una parte importante de sus integrantes han dado soporte a una “contrarreforma judicial” a la reforma en materia de derechos humanos publicada el 10 de junio de 2011.
El tema en discusión consiste en definir si las normas sobre derechos humanos contenidas en tratados internacionales, de los que México es parte, se encuentran a la par o por debajo de las disposiciones de nuestra Constitución. La consecuencia práctica de esta decisión es que si tales normas se sitúan por debajo, las restricciones a los derechos que se establecen en el texto constitucional prevalecen incluso sobre los compromisos internacionales del país, aunque con éstos se amplíen nuestros derechos humanos.

En términos jurídicos, se debate sobre la subsistencia del principio de jerarquía como clave de entendimiento de la supremacía constitucional, o bien, si con la reforma del 10 de junio de 2011 se ha transitado al principio pro persona como eje rector de nuestro sistema. La diferencia es fundamental. Si la lectura jerárquica continúa, nada puede oponerse a la Constitución, incluso si sus disposiciones resultaran ser más restrictivas de derechos. Por el contrario, si lo que importa en mayor medida es el principio pro persona, los preceptos constitucionales podrán armonizarse con las normas internacionales sobre derechos humanos, con el fin primordial de ofrecer en todo tiempo la mayor protección para las personas y sus derechos humanos.
Es esta segunda postura la que, desde mi punto de vista, es preciso defender. Ello porque el principio pro persona no se opone a la supremacía constitucional, sino que por mandato expreso de nuestra Constitución, establecido en el párrafo segundo de su artículo primero, tal supremacía se fortalece con los derechos humanos de fuente internacional en beneficio de las personas. Precisamente una finalidad que ha perseguido la reforma del 10 de junio de 2011.
Para que los derechos humanos puedan considerarse universales deben tener continuidad sin importar si se les reconoce en artículos constitucionales o en disposiciones de carácter internacional. Es inaceptable que se postule que las personas que habitamos en esta nación podemos aspirar a un nivel mayor de respeto a nuestros derechos sólo en sedes externas. Es ridículo sostener que quienes reformaron nuestra Constitución buscaron que sirviera de pretexto para desconocer los compromisos internacionales del país, y que la razón de imponer la supremacía constitucional sea que así lo decidió el pueblo de México representado por las autoridades que participan en el procedimiento de reformas a su texto.
Por supuesto, los derechos humanos no son absolutos, pero si han de restringirse es con el fin de buscar la mayor protección para las personas, no por razones de Estado. Con esta lógica, cuando en la frase final del párrafo primero del artículo 1° constitucional se afirma que el ejercicio de los derechos y las garantías para su protección no podrán restringirse ni suspenderse salvo en los casos y bajo las condiciones que nuestra Constitución establece, lo único que se asegura es que ninguna otra fuente normativa resulte más restrictiva de los derechos que el propio texto constitucional, pero de ello no se sigue que en la Constitución se pueda disminuir sin más su nivel de protección, haciendo caso omiso a los compromisos internacionales de México, justamente porque la propia Constitución ordena que se atienda el principio pro persona.
Así mismo, aunque no se haya reformado el artículo 133 constitucional, no es válido que a partir de ese precepto se interpreten los alcances de la reforma constitucional del 10 de junio de 2011, cuando lo correcto es exactamente lo contrario, que a partir de dicha reforma se renueve la lectura del aludido artículo 133 y, de ese modo, se concluya que si bien todo tratado internacional debe estar de acuerdo con la Constitución, ello solamente conlleva corroborar que se haya incorporado a nuestro ordenamiento jurídico bajo el procedimiento establecido en el texto constitucional, pues una vez que forma parte del sistema, si las normas que contiene son relativas a los derechos humanos, ellas completan la medida de control de validez de todos los actos de las autoridades.
Contrarios a esta óptica, preocupantes pronunciamientos escuchados en el pleno insinúan que lo que nos define como nación es el arraigo, el régimen de excepción para combatir a la delincuencia organizada, la prisión preventiva, la imposibilidad de reinstalación para el personal de fuerzas de seguridad, aunque se hubiere demostrado su injustificado despido o la suspensión de los derechos políticos, y aunque los derechos puedan reconocerse en alguna sede internacional, sus restricciones serán una decisión que corresponde exclusivamente a los Estados.
Pero lo peor es que entre quienes abogan por la disminución de nuestros derechos en aras de la supremacía jerárquica de la Constitución, haya quien se asuma como garantista. A las cosas hay que llamarlas por su nombre. Si se sostiene que nuestros derechos deben dejarse de lado o disminuirse para no cuestionar las restricciones o limitantes más gravosas que les impone el texto constitucional, ignorando con ello el propio mandato de la Constitución para atender siempre la mayor protección de los derechos de las personas, tal postura es todo, menos garantista. Será regresiva, conservadora, nacionalista, autoritaria, estatista, pro-régimen de gobierno o lo que sea, pero no garantista.
Lo que procede es rescatar las otras voces en el pleno, las genuinamente garantistas. Ellas nos recuerdan que nuestra Constitución es un medio para proteger nuestros derechos humanos, un listado de mínimos, nunca el techo de nuestros derechos ni una institución incuestionable ante la cual tengamos que sacrificarnos. Las autoridades están para servirnos, para respetar y garantizar aquellos derechos, remediando sus violaciones y trabajando para que se modifiquen las estructuras que han propiciado tantas desigualdades sociales. Eso incluye a nuestra Suprema Corte, que no es infalible y que a veces nos orilla a buscar verdad y justicia más allá de nuestras fronteras.

Fuente Proceso

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